En su libro “La tiranía del mérito” Michael Sandel se pregunta, ¿qué ha sido del bien común? Una pregunta en torno al triunfo del discurso sobre la meritocracia en las sociedades contemporáneas y sus efectos en las clases trabajadoras más desfavorecidas, que se traduce en sentimientos de humillación y baja estima de la dignidad de sus ocupaciones, alimentando los discursos oportunistas de los populismos autoritarios que socavan los pilares de la convivencia en nuestras democracias.
La meritocracia surge con una pretensión de fundamentar en valores de eficiencia y equidad el ascenso social. Por una parte, resulta más eficiente asignar los puestos más elevados en la jerarquía social y productiva a las personas que han logrado mejores cualificaciones profesionales. Por otra parte, basar el ascenso a las posiciones más altas en el esfuerzo personal se corresponde con una mayor equidad frente a los factores hereditarios en la transmisión de puestos jerárquicos.
Sin embargo, el planteamiento choca con la realidad de nuestras sociedades. En primer lugar, el credencialismo de las titulaciones universitarias hace que prácticamente la única manera de acreditar la alta cualificación para un puesto directivo sea tener estudios superiores, descartando cualquier oportunidad para que personas con otras altas cualificaciones profesionales y experiencia contrastada puedan llegar a ser seleccionadas. En segundo lugar, el talento que es un factor innato sujeto a la fortuna de nacer con él, así como la suerte que proviene del azar, juegan un papel importante en la gestión de las oportunidades para el acceso a los puestos más elevados y no dependen de nuestro esfuerzo personal.
Los efectos de esta “meritocracia” se traducen en una retórica de la responsabilidad individual, según la cual cada cual tiene lo que se merece y quienes ocupan las posiciones más desfavorecidas cosechan el fracaso que se han ganado, olvidando los factores estructurales y de desigualdad social que hacen que las oportunidades para prepararse en la dura competencia meritocrática no estén repartidas equitativamente en la realidad. Todo esto hace que quienes ocupan las posiciones más altas en la jerarquía social y económica miren con soberbia a los más desfavorecidos, justificando el enorme abismo en la desigualdad de rentas en que es el resultado de su esfuerzo individual, al tiempo que provoca un sentimiento de humillación, frustración y falta de reconocimiento entre quienes no han logrado alcanzar el “éxito”.
Con este panorama están sembradas las condiciones para la cosecha por parte de las fuerzas políticas populistas, que elaboran discursos que convierten la ira y el resentimiento de los más desfavorecidos en propuestas autoritarias de odio al diferente y de movilización contra las élites corruptas que se han adueñado del poder político en las democracias para oprimir a los honrados trabajadores. Es el discurso de Trump en Estados Unidos, o el de Podemos y VOX en nuestro país. Se trata de iniciativas políticas desde la extrema izquierda y la extrema derecha que polarizan nuestra convivencia y ponen en peligro nuestras democracias. Y lo hacen con recetas sin fundamentos racionales viables para resolver los problemas de la gente que peor lo está pasando con la globalización, asentadas de un modo simplista sobre un autoritarismo que propone mano dura con los políticos corruptos que se han vendido al IBEX 35, a George Soros, a Bill Gates, o a la agenda 2030 globalista.
Es necesario empezar a considerar de otra manera el modo de organizar, valorar y distribuir las posiciones en nuestras sociedades y en nuestro sistema productivo. Es bueno que los puestos en los gobiernos, la administración y las empresas estén capitaneados por personas con un alto nivel educativo y una buena cualificación técnica, pero no resulta menos relevante que se caractericen por lo que Artistóteles denominaba “sabiduría práctica y virtud cívica”, el saber ocuparse de alcanzar el bien común en el que todos interdependemos unos de otros. Es lo que Axel Honneth denomina “el trabajo como actividad integradora”, una forma de cumplir desde el puesto que desempeñamos con nuestra obligación de contribuir al bien común.
Hay que hacer un esfuerzo por reconocer que el éxito en la vida no tiene necesariamente que estar vinculado a obtener un grado universitario, por potenciar la formación profesional y técnica de los trabajadores, por aumentar el prestigio de las profesiones, que es bueno para la economía y contribuye al respeto de las labores de la clase trabajadora. Lo que concita la ira de los más desfavorecidos por la globalización es la pérdida de su reconocimiento y su estima. El papel de todos los profesionales como productores de bienes y servicios que contribuyen al bien común es un acto de justicia democrática. La definición del bien común requiere una deliberación con nuestros conciudadanos acerca de cómo conseguir una sociedad justa y buena, que cultive la virtud cívica y haga posible que razonemos todos juntos sobre los fines dignos y adecuados para nuestra comunidad política, en un proyecto inclusivo donde la aportación de todos merezca la estima y el reconocimiento mutuo.
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