lunes, 18 de octubre de 2021

LECCIONES DE LA LECTURA DE "POSTGUERRA", DE TONY JUDT

     El libro “Postguerra” del historiador británico Tony Judt, es una obra de obligada lectura para quienes deseen acercarse a una interpretación rigurosa de la historia de la segunda mitad del siglo XX en Europa, sustentada en el estudio profesional del pasado, en la que “el historiador, con la austera pasión por el dato, la prueba y la evidencia, que es inherente a su profesión, puede realmente mantenerse alerta”, aportando conocimiento crítico y lucidez para comprender la Europa en la que vivimos. Una labor en la que se nos revela, en palabras del propio Judt, la importancia de conocer “la historia como fuente de conocimiento para el presente”.



  

       El Plan Marshall fue mucho más que un programa de recuperación de la maltrecha economía del continente europeo tras la Gran Guerra. La singular manera de prestar la ayuda tuvo algunas implicaciones novedosas. El programa obligaba a los gobiernos europeos a planificar y calcular con anticipación las futuras necesidades de inversión. Les exigía negociar y reunirse no sólo con Estados Unidos sino entre sí, dado que el comercio y el intercambio que contemplaba el programa iban destinados a que pasara de ser bilateral a multilateral lo antes posible. Obligaba a gobiernos, empresas y sindicatos a colaborar en la consecución de unos índices de producción previstos y las condiciones más convenientes para facilitarlos. Y, sobre todo, impedía cualquier recaída en las tentaciones que tanto habían obstaculizado la economía de entreguerras: la baja producción, el proteccionismo mutuamente destructivo y el colapso del comercio. Los administradores estadounidenses del Plan dejaron que fueran los europeos los que asumieran la responsabilidad de determinar el nivel de ayuda que necesitaban y la forma de distribuirla. “Cuando los esfuerzos de cooperación del último año se comparan con el intenso nacionalismo económico de los años de entreguerras, cabe sin duda sugerir que el Plan Marshall está iniciando una nueva y esperanzadora era de la historia europea” (The Times, 03/06/1949). Los verdaderos beneficios fueron psicológicos. De hecho, podría llegar a afirmarse que el Plan Marshall ayudó a los europeos a sentirse mejor con ellos mismos. Les ayudó a romper rotundamente con legado de chovinismo, depresión y soluciones autoritarias. Consiguió que la política económica coordinada se convirtiera en algo normal en lugar de excepcional. Logró que el comercio y las políticas de empobrecer al vecino típicas de los años treinta pasaran a parecer primero imprudentes, luego innecesarias y finalmente absurdas. Sentó las bases para el proceso político de la integración europea.

       El ejemplo más llamativo de estabilización política en la Europa de postguerra fue el de la República Federal de Alemania. Las instituciones de la Alemania de postguerra habían sido deliberadamente conformadas con el objetivo de minimizar el riesgo de una repetición de Weimar. Gobierno descentralizado, la responsabilidad principal sobre la administración y la dotación de servicios recayó en los Länder. Las facultades del Gobierno central quedaban restringidas, teniendo que compartirlas con los Länder. El Bundestag no podía deponer al canciller y su Gobierno una vez elegidos, sin elegir un candidato alternativo en el ejercicio del poder ejecutivo. La legislación del “mercado social” se dirigió a reducir el riesgo de politización de las disputas económicas. El gobierno federal y los Länder desempeñaban un papel muy activo en numerosos sectores económicos. Los gobiernos podían fomentar políticas y prácticas que promovieran tanto la paz social como las ganancias privadas. Los gobiernos solían estar representados en los consejos de administración de los bancos. Los mercados regulados y las estrechas relaciones entre el gobierno y las empresas alemanas encajaban perfectamente en el esquema democratacristiano, tanto en sus principios generales como en sus cálculos pragmáticos. Los sindicatos y los grupos empresariales cooperaron en la práctica totalidad de los casos.

       El factor que mejor explica la exitosa salida de la ruina económica provocada por la gran guerra en la Europa occidental, es el cambio de paradigma en la política económica, pasando del proteccionismo y la reducción del gasto de la década de 1930, sustituyéndolo por iniciativas favorables al comercio liberalizado, por el aumento del gasto y la expansión presupuestaria. El compromiso sostenido y generalizado de la inversión pública y privada a largo plazo en infraestructuras y maquinaria, mejorando la eficacia y la productividad de las empresas, el aumento considerable del comercio internacional y la existencia de una población joven y con trabajo, que exigía y podía acceder a una gama cada vez más amplia de productos, son factores determinantes del crecimiento económico en una economía de mercado durante la segunda mitad del siglo XX.

       Los socialdemócratas austriacos y alemanes, se replantearon sus objetivos y propósitos, con un nuevo programa que establecía claramente que “el socialismo democrático, enraizado en Europa en la ética cristiana, le humanismo y la filosofía clásica, no pretende proclamar verdades absolutas”. Tanto los socialdemócratas, como los demócratacristianos, como los liberales de talante moderado, coincidieron en el consenso en torno a la necesidad de construir políticas públicas coherentes con una defensa de la función social del Estado. Programas básicos de protección social y económica, con un nuevo sistema de derechos, prestaciones, justicia social y redistribución de renta. Incluso la creación de una ciudadanía beneficiaria de los servicios públicos de sanidad, educación, servicios sociales, supuso el fomento de un creciente interés personal en las instituciones y valores del sistema democrático. Esto benefició a socialdemócratas y democratacristianos, perjudicando a los fascistas y los comunistas. Se visualiza la importancia de buenas políticas públicas para cohesionar a una mayoría social en torno a la legitimidad de las democracias.

       Mientras tanto, en la Europa del Este aparecía una entidad institucional de referencia desde la Europa Occidental, la “Comunidad Europea”, la “Unión Europea”. El discurso sobre Europa se hizo menos abstracto, y en consecuencia, más interesante para los jóvenes, representaba la consecución de objetivos políticos concretos y realizables. Lo contrario al “comunismo” no era el “capitalismo” sino “Europa”. Economía de mercado, sociedad civil, Europa simbolizaba la normalidad y una forma de vida moderna. El comunismo ya no era el futuro, sino el pasado. El capitalismo, tal como había surgido en el mundo atlántico durante cuatro siglos, fue acompañado de leyes, instituciones, reglamentos y prácticas de los que dependían enormemente su funcionamiento y legitimidad. En muchos países postcomunistas esas leyes e instituciones eran bastante desconocidas, y fueron peligrosamente subestimadas por los neófitos del libre mercado. El resultado muy a menudo en la Europa postcomunista, fue una privatización en forma de cleptocracia.

       La globalización de finales del siglo XX supuso una oleada de privatizaciones, el Estado estaba en retirada. Con frecuencia, la producción y distribución de bienes escapaba al control de los países. El dinero se multiplicaba y se desplazaba de modo impensable años antes. Las empresas tenían libertad para buscar inversores internacionales, al tiempo que se abría la posibilidad de buscar una fuerza laboral extranjera más maleable y barata. Surge la deslocalización de empresas europeas, acelerando el proceso de desindustrialización. La privatización y la apertura de los mercados financieros habían creado una gran cantidad de riqueza, aunque para una minoría relativamente pequeña. Esto explica las tensiones de repliegue hacia algún tipo de proteccionismo limitado, alimentadas por el aumento de la desigualdad, que provoca una creciente excepticismo ante las cacareadas virtudes de los mercados desregulados y la globalización sin ataduras.

       A finales de los 80, aparecen partidos populistas de derechas en Europa, que a pesar de la situación política y económica, no logran despegar en sus resultados electorales. Puede que los europeos hubiesen perdido la fe en sus políticos, pero seguía habiendo algo que aglutinaba a los europeos. Lo que aglutina a los europeos es lo que se ha dado en llamar “el modelo europeo de sociedad”, marcando un revelador contraste con “la forma de vida estadounidense”. El sistema sanitario es el paradigma en esta comparativa de políticas públicas. De nuevo el Estado social como aglutinante en torno a la legitimidad de las sociedades democráticas en Europa.

       El hecho de que las economías europeas estuvieran enormemente reguladas y que fueran inflexibles en comparación con el contexto estadounidense no significaba necesariamente que fueran ineficientes e improductivas. Si los estadounidenses eran más productivos, era porque trabajaban más horas que los europeos, y sus vacaciones eran más escasas y más cortas. Los europeos habían elegido deliberadamente trabajar menos y tener una vida mejor. A cambio de pagar unos impuestos especialmente elevados, los europeos tenían asistencia sanitaria gratuita o prácticamente gratuita, una pronta jubilación y una prodigiosa gama de servicios sociales y públicos. Su educación, hasta la enseñanza secundaria, era mejor que la de los estadounidenses. Sus vidas eran más seguras y más largas, tenían mejor salud y muchos menos conciudadanos vivían en la pobreza. Vivían en el “modelo social europeo”. Era caro, pero para la mayoría de los europeos el hecho de que prometiera seguridad en el empleo, impuestos progresivos y enormes transferencias sociales representaba un contrato implícito entre el Gobierno y sus ciudadanos, así como entre los propios ciudadanos. Según los sondeos anuales del Eurobarómetro, la inmensa mayoría de los europeos pensaba que las circunstancias sociales causaban la pobreza, y no las diferencias individuales. Estaban dispuestos a pagar impuestos elevados si éstos se dirigían a aliviar la necesidad. La responsabilidad social y la ventaja económica no debían ser mutuamente excluyentes: el “crecimiento” era loable, pero no a cualquier precio. En los años ochenta todo cambió, una nueva generación de economistas y empresarios seducidos por el “modo de vida estadounidense” comenzaron a cuestionar los consensos.

       El plan del nuevo laborismo para evitar la futura crisis de los escasamente financiados sistemas de pensiones públicos –que pretendía trasladar la responsabilidad al sector privado- ya estaba condenado al fracaso en menos de una década de su orgullosa implantación. Las compañías invertían sus fondos de pensiones en un voluble mercado de valores apenas confiaban en poder cumplir los compromisos a largo plazo que tenían con sus empleados, sobre todo ahora que éstos iban a vivir mucho más que antes. Ya estaba claro que la mayoría nunca llegaría a disfrutar de una pensión completa sufragada por su empresa… a menos que el Estado se viera obligado a volver a entrar en el negocio de las pensiones para compensar el déficit. La tercera vía estaba comenzando a parecerse tremendamente al juego de un trilero.

     La Unión Europea se muestra progresivamente como un territorio con realidades económicas y jurídicas cada vez más transnacionales, en el que siguen teniendo un enorme peso las naciones y los Estados que lo conforman. Europa surge como dechado de virtudes internacionales: una comunidad de valores y un sistema de relaciones interestatales erigidos tanto por europeos como por no europeos como ejemplo que todos podían emular. Un modelo susceptible de emulación universal. Un proyecto de cooperación europea tenía sentido tanto desde el punto de vista cultural como económico, ya que, como era lógico, los fundadores lo consideraban como una contribución para superar la crisis de la civilización que había sacudido a la cosmopolita Europa de su juventud. La común procedencia de regiones limítrofes de sus respectivos países, donde las identidades habían sido múltiples y las fronteras fungibles, hacía que a Schuman y sus colega no les inquietara especialmente la perspectiva de llegar a algún tipo de fusión de la soberanía nacional. Los seis países miembros de la CECA habían visto su soberanía ignorada y pisoteada recientemente, durante la guerra y la ocupación: les quedaba poca soberanía que perder. Y su común preocupación cristianodemócrata por la cohesión social y la responsabilidad colectiva les hacía sentirse cómodos con la idea de una “Alta Autoridad” transnacional que ejerciera un poder ejecutivo en aras del bien común. La CECA, como muchas otras innovaciones internacionales en aquellos años, proporcionaba el espacio psicológico para que Europa avanzara con una renovada confianza en sí misma.