viernes, 20 de junio de 2025

Democracia liberal, Estado de Derecho y representación política. El deseable gobierno de los mejores y su relación con la legitimación democrática.

            La librería Luces de Málaga es mucho más que un lugar donde comprar libros. Su casa es un espacio donde, bajo el pretexto de la presentación de una obra literaria, se genera un ambiente propicio para la conversación de calidad en torno a temas de gran interés. El pasado jueves fue una delicia escuchar a Manuel Toscano y José Manuel Cabra en diálogo con el autor del libro “Anatomía de la ley”, Tsevan Rabtan.  Escucharlos hablar de temáticas como la democracia liberal, el Estado de Derecho, el papel de la Ley y el ideal de la justicia, me despertó el interés por una cuestión a menudo planteada a mi juicio erróneamente. Se trata de responder a la siguiente pregunta, ¿son compatibles la democracia, con origen en la soberanía popular, y la selección de élites dirigentes fundada en criterios meritocráticos?


        Comencemos por definir en qué consiste la democracia, partiendo de la premisa de que el ideal democrático que defiendo es el que se corresponde con la denominada bajo el apelativo de liberal. Ésta se caracteriza por articular una arquitectura política que persigue conciliar dos aspectos que, a primera vista, pudieran parecer en relación contradictoria. Por una parte, depositar la soberanía en el pueblo, y por otra, delegar el ejercicio de los poderes legislativo y ejecutivo en unas élites políticas. Sin embargo, esta aparente contradicción supone un ejercicio de conciliación de los ideales democráticos de participación que legitiman la democracia, con la necesidad de garantizar la competencia y especialización que se esperan de los dirigentes para poder tener un buen gobierno.

            La estructura básica de una democracia liberal se sustenta en tres pilares fundamentales: la soberanía popular expresada mediante elecciones libres y periódicas; la garantía de derechos fundamentales que protegen a los individuos frente a los potenciales excesos del poder; y la división y limitación de ese poder a través del Estado de Derecho. En este marco, la ley no es un mero instrumento del poder, sino a la vez un límite para su ejercicio y el origen de su propio fundamento. La legalidad, por lo tanto, no es una cuestión secundaria, sino la expresión de una racionalidad política que vincula a gobernantes y gobernados, y establece reglas del juego que deben ser comunes, previsibles y estables.

            El Estado de Derecho refuerza este diseño institucional consagrado en nuestra Constitución. El poder está sometido a normas jurídicas que han de ser generales, públicas, estables y aplicadas por órganos independientes del poder ejecutivo. No se trata de una mera formalidad legalista, sino de una auténtica garantía sustantiva de la libertad individual. En una democracia liberal, los derechos no están a merced de mayorías transitorias ni del capricho de un líder carismático. La Ley, elaborada en el seno de las cámaras parlamentarias, es el resultado de un procedimiento representativo en el que la deliberación, la argumentación racional y el principio de mayoría permiten articular decisiones legítimas que vinculan a todos los ciudadanos.

            Sin embargo, este ideal de origen popular de la soberanía no significa que cada ciudadano participe de manera directa en todas las decisiones tanto legislativas como del gobierno. La democracia representativa se edifica sobre una distinción fundamental. Por una parte, la fuente última del poder reside en el pueblo, pero por otra, su ejercicio efectivo se delega en representantes elegidos que asumen la compleja tarea de legislar, gobernar y administrar. Esta delegación no es una renuncia a la democracia, sino una expresión más madura.

            Esta representación política no es meramente simbólica, sino que desempeña una función operativa. Las tareas de gobernar y legislar en las complejas sociedades contemporáneas exigen un alto nivel de especialización, de conocimiento técnico, de experiencia institucional y de competencia argumentativa. El Parlamento no puede ser un mero espejo de la sociedad, sino una instancia de selección de élites políticas capaces de tomar decisiones informadas, equilibradas y orientadas al bien común. En este sentido, la democracia liberal no renuncia a la idea de gobierno de los mejores, sino que lo reconcilia con el principio de legitimidad democrática.

           El mérito y la capacidad de los gobernantes son condiciones necesarias para un buen gobierno, lo que debe resultar compatible con el principio de igualdad en las posibilidades de acceso a las altas magistraturas del Estado. Cuando los cargos públicos son ocupados por individuos elegidos democráticamente, pero seleccionados también por su preparación y competencia, se conjuga la legitimidad de origen con la eficacia en el desempeño. Esta es la esencia de la legitimidad dual de la democracia liberal, procedimental en su origen, racional en su funcionamiento. La representación parlamentaria, así entendida, no es una cesión irreflexiva de poder, sino un contrato revocable en el que los ciudadanos confían temporalmente el gobierno de los asuntos comunes a quienes, por mérito, experiencia y responsabilidad, están en mejores condiciones de ejercerlo.

            Por ello, la crítica populista que rechaza la mediación institucional y exalta una participación directa y permanente del pueblo cae en una peligrosa simplificación. No toda forma de participación es necesariamente democrática si erosiona los procedimientos deliberativos, ignora el pluralismo político o desprecia el conocimiento experto. La democracia representativa que atienda a criterios de exigencia en la selección de sus élites dirigentes no resulta contradictoria con la soberanía popular, sino que atiende a las características de los problemas públicos que precisan de respuesta en contextos de gran complejidad y alta incertidumbre que precisan de conocimiento experto.

            En definitiva, la democracia liberal descansa sobre un sutil equilibrio entre la legitimidad democrática y la necesidad de racionalidad técnica en la toma de decisiones. La representación política permite compatibilizar la soberanía del pueblo con la necesidad de contar con élites políticas competentes que gobiernen conforme a la ley y en beneficio del interés general. Esta forma de delegación sujeta a control, rendición de cuentas y alternancia, no niega la democracia, sino que la hace posible. Para que esas reglas produzcan buen gobierno, es indispensable que quienes las aplican sean dignos de la confianza depositada en ellos. La democracia liberal representativa no es, por tanto, una traición a los ideales democráticos, sino su versión más sofisticada, y posiblemente más justa, que hemos sido capaces de concebir.

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