La librería Luces de Málaga es mucho más que un lugar donde comprar libros. Su casa es un espacio donde, bajo el pretexto de la presentación de una obra literaria, se genera un ambiente propicio para la conversación de calidad en torno a temas de gran interés. El pasado jueves fue una delicia escuchar a Manuel Toscano y José Manuel Cabra en diálogo con el autor del libro “Anatomía de la ley”, Tsevan Rabtan. Escucharlos hablar de temáticas como la democracia liberal, el Estado de Derecho, el papel de la Ley y el ideal de la justicia, me despertó el interés por una cuestión a menudo planteada a mi juicio erróneamente. Se trata de responder a la siguiente pregunta, ¿son compatibles la democracia, con origen en la soberanía popular, y la selección de élites dirigentes fundada en criterios meritocráticos?
Comencemos por definir en qué consiste la democracia,
partiendo de la premisa de que el ideal democrático que defiendo es el que se
corresponde con la denominada bajo el apelativo de liberal. Ésta se caracteriza
por articular una arquitectura política que persigue conciliar dos aspectos
que, a primera vista, pudieran parecer en relación contradictoria. Por una
parte, depositar la soberanía en el pueblo, y por otra, delegar el ejercicio de
los poderes legislativo y ejecutivo en unas élites políticas. Sin embargo, esta
aparente contradicción supone un ejercicio de conciliación de los ideales
democráticos de participación que legitiman la democracia, con la necesidad de
garantizar la competencia y especialización que se esperan de los dirigentes
para poder tener un buen gobierno.
La estructura
básica de una democracia liberal se sustenta en tres pilares fundamentales: la
soberanía popular expresada mediante elecciones libres y periódicas; la
garantía de derechos fundamentales que protegen a los individuos frente a los
potenciales excesos del poder; y la división y limitación de ese poder a través
del Estado de Derecho. En este marco, la ley no es un mero instrumento del
poder, sino a la vez un límite para su ejercicio y el origen de su propio
fundamento. La legalidad, por lo tanto, no es una cuestión secundaria, sino la
expresión de una racionalidad política que vincula a gobernantes y gobernados,
y establece reglas del juego que deben ser comunes, previsibles y estables.
El Estado de
Derecho refuerza este diseño institucional consagrado en nuestra Constitución.
El poder está sometido a normas jurídicas que han de ser generales, públicas,
estables y aplicadas por órganos independientes del poder ejecutivo. No se
trata de una mera formalidad legalista, sino de una auténtica garantía
sustantiva de la libertad individual. En una democracia liberal, los derechos
no están a merced de mayorías transitorias ni del capricho de un líder
carismático. La Ley, elaborada en el seno de las cámaras parlamentarias, es el
resultado de un procedimiento representativo en el que la deliberación, la
argumentación racional y el principio de mayoría permiten articular decisiones
legítimas que vinculan a todos los ciudadanos.
Sin embargo,
este ideal de origen popular de la soberanía no significa que cada ciudadano
participe de manera directa en todas las decisiones tanto legislativas como del
gobierno. La democracia representativa se edifica sobre una distinción
fundamental. Por una parte, la fuente última del poder reside en el pueblo,
pero por otra, su ejercicio efectivo se delega en representantes elegidos que
asumen la compleja tarea de legislar, gobernar y administrar. Esta delegación
no es una renuncia a la democracia, sino una expresión más madura.
Esta
representación política no es meramente simbólica, sino que desempeña una
función operativa. Las tareas de gobernar y legislar en las complejas
sociedades contemporáneas exigen un alto nivel de especialización, de
conocimiento técnico, de experiencia institucional y de competencia
argumentativa. El Parlamento no puede ser un mero espejo de la sociedad, sino
una instancia de selección de élites políticas capaces de tomar decisiones
informadas, equilibradas y orientadas al bien común. En este sentido, la
democracia liberal no renuncia a la idea de gobierno de los mejores, sino que
lo reconcilia con el principio de legitimidad democrática.
El mérito y la
capacidad de los gobernantes son condiciones necesarias para un buen gobierno,
lo que debe resultar compatible con el principio de igualdad en las
posibilidades de acceso a las altas magistraturas del Estado. Cuando los cargos
públicos son ocupados por individuos elegidos democráticamente, pero
seleccionados también por su preparación y competencia, se conjuga la
legitimidad de origen con la eficacia en el desempeño. Esta es la esencia de la
legitimidad dual de la democracia liberal, procedimental en su origen, racional
en su funcionamiento. La representación parlamentaria, así entendida, no es una
cesión irreflexiva de poder, sino un contrato revocable en el que los
ciudadanos confían temporalmente el gobierno de los asuntos comunes a quienes,
por mérito, experiencia y responsabilidad, están en mejores condiciones de
ejercerlo.
Por ello, la
crítica populista que rechaza la mediación institucional y exalta una
participación directa y permanente del pueblo cae en una peligrosa
simplificación. No toda forma de participación es necesariamente democrática si
erosiona los procedimientos deliberativos, ignora el pluralismo político o
desprecia el conocimiento experto. La democracia representativa que atienda a
criterios de exigencia en la selección de sus élites dirigentes no resulta
contradictoria con la soberanía popular, sino que atiende a las características
de los problemas públicos que precisan de respuesta en contextos de gran
complejidad y alta incertidumbre que precisan de conocimiento experto.
En definitiva,
la democracia liberal descansa sobre un sutil equilibrio entre la legitimidad
democrática y la necesidad de racionalidad técnica en la toma de decisiones. La
representación política permite compatibilizar la soberanía del pueblo con la
necesidad de contar con élites políticas competentes que gobiernen conforme a
la ley y en beneficio del interés general. Esta forma de delegación sujeta a
control, rendición de cuentas y alternancia, no niega la democracia, sino que
la hace posible. Para que esas reglas produzcan buen gobierno, es indispensable
que quienes las aplican sean dignos de la confianza depositada en ellos. La
democracia liberal representativa no es, por tanto, una traición a los ideales
democráticos, sino su versión más sofisticada, y posiblemente más justa, que
hemos sido capaces de concebir.
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